Hoy es noche de fandango

De una manera algo que  oblicua se me propone escribir algo sobre una de las piezas del Festival Concéntrico 09. Perseverante, supero mi cota de ilegibilidad e igualo la de ineditabilidad. Para que no se pierda en otro sitio que en este lo escrito, lo copio.



On Life's vast ocean diversely we sail,
Reason the card, but Passion is the gale:



Paradoja y peripecia del fuelle

 

Aunque seamos tubos, parece que no funcionamos como funcionan los fuelles, ni siquiera cuando se opera una coincidencia léxica en la que mejor será no entrar y cuyo mecanismo tiene algo de rítmico y proporciona un fuego no exento de viveza y el sonido inesperado de algunas liturgias salpicadas por todo el mapamundi, expediente que aporta fabulosas creaciones no solo en los ámbitos que sospechábamos, sino también en el del arte por el arte, noción que como saben ustedes cobró fama internacional con el lema leonino de la Metro-Goldwyn-Mayer: ars gratia artis.

Y es que del fuelle conviene siempre citar aquello de Pere Gimferrer: “Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos”, lo que viene a querer decir en estos tiempos que el aire que suena y la gramática que acierta a combinar unas cuantas máquinas simples no precisan de mayor esfuerzo para lanzar su canción efímera y pleistocena, esa paradoja sutil apenas de que lo que se anuncia nuevo nos remite a unos arcanos guturales y reconcentrados.

Imaginemos un rey soberbio que decide elevar un acordeón gigante que resuena en la estratosfera y más allá de la línea Kármán y más allá del horizonte de las focas. Ese rey quizá no molestará a la divinidad como aquel otro que osó la famosa torre, porque seguramente nadie podría hacerlo sonar, al menos por el procedimiento habitual.

Ahora bien, el acordeón, gigante o moderado, no es sino una máquina vestida. Y el vestido nos lleva a un terreno de tensiones y de arrugas, de pliegues, plisados y ocultas varillas, lengüetas y estructuras que convierten en otra cosa al vestido y a lo que contiene.

En cambio, el vestido no es piel, pese a compartir con lo orgánico alguna inconfesada pasión residual por las formas rectas, los cortes a escuadra y los retales. Otra cosa es que el cuerpo sea el motor del vestido, aunque no faltará quien indique que ya se han visto casos de lo contrario.

Pero el vestido también suena, ahí van sus frufrús, heraldos de algún descubrimiento, pero no es sonar su finalidad. El bayán -antropónimo que recorre las tierras negras- es una torre de vigía que aporta a la llanura las anfractuosidades dramáticas que la complementan.

Imaginamos músicos instrumentos descompuestos. Ya solo suenan cuando el viento de la paramera se introduce por los vanos de su piel. Escuchamos arquitecturas que convocan a la orquesta, al coro, al desasosegado público que respira chopos mientras se palpa ese retruécano vestimentario que es el refajo.


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