todo pensamiento es navarro
En el año 2008, me solicitaron los de la revista El invisible anillo, supongo que gracias a la mediación de Luis Martínez, un artículo sobre la literatura riojana.. Me salió bastante mal, pero sobre todo no me perdono haberme olvidado de algunos de los mejores y las mejoras. Salió en el número 8, páginas 58-70. Lo copio aquí, mas que nada por evitar unas cuantas paradojas de la información.
La Rioja: mapa literario a escala 1:1300
[Para el lector: Número de habitantes de La Rioja en 2008 / número de
hablantes del español como primera lengua = 1/1300] Se me pide un mapa
literario de La Rioja y la metáfora del mapa parecería excluir el pasado (el
mapa histórico es una sucesión de mapas superpuestos por ingenios tipográficos
más que cartográficos). En un mapa del presente, el tiempo –que es materia para
historiadores– sólo ha de aparecer como una galería de ilustraciones amenas
que, si se refieren a determinaciones efectivas y perdurables, no admiten otra representación
cartográfica adecuada que el propio mapa. Y los citados mapas históricos, por
lo que a ellos hace, proyectan hacia atrás la unidad de referencia –La Rioja,
en este caso– de modo que consiguen ser, antes que otra cosa, una falsificación
y una falacia.
Consideraciones éstas un punto ociosas, pero que, a mi parecer,
justifican el dejar fuera de nuestro horizonte en este artículo un pasado por
otro lado no demasiado interesante. Como quizá tampoco lo sea el presente,
apresurémonos a añadir. Y ello, simplemente porque –dejando ahora de lado los
problemas de definición y de método que acompañan al estudio de lo que se da en
llamar literaturas regionales– la escala nos engaña. La Rioja, una comunidad
autónoma uniprovincial, uniprovincial de una provincia que halló definición
administrativa (que es la que cuenta) hace menos de doscientos años, cuenta con
poco más de 300.000 habitantes. La ciudad de Logroño puede moverse por los
150.000. Compare el lector estas cifras
con las que ofrecen otras demografías, las de ciudades populosas con
extensiones que no necesitan ser vastas como continentes para superar los
escasos cinco mil kilómetros cuadrados que nos asignó Pascual Madoz, quien al
hacerlo sancionó también ese “nos” que acabamos de utilizar.
Por lo que hace al pasado –y lo decimos y hacemos más que nada por
ahorrarnos algunos engorros– el asunto se resuelve pronto y con pocos nombres,
si bien el alma de aquellos hombres estaría menos controlada que la nuestra por
la geografía, algo que es una bien conocida indignidad. En cuanto al presente,
primero deberemos demarcarlo de ese pasado, y señalar igualmente los trámites
que habrían de facilitar un criterio para incluir y excluir, difuminar o
subrayar nombres en la nómina de los literatos riojanos. En lo que hace al
pudor, al sonrojo que pueda producir la cuestión a estas alturas, sepa el
lector que a mí, veintitantos años de autonomía mediantes, ya se me ha pasado
del todo.
Qué es el presente. El presente es lo que yo he contribuido a hacer,
mucho o ridículamente poco. Es lo que cada uno de nosotros, que nos podemos
tocar, acariciar y golpear, ha contribuido a hacer. Y no me refiero a lo que el
observador pone desde su atalaya o desde sus ideas, me refiero a que él mismo,
corporalmente, está metido en danza.
Porque nuestro estado de las autonomías y sus principios de radicación
nos llevan a complicar asuntos al fin de tan poca enjundia como el de quién es
escritor riojano, el de si es posible definir una literatura riojana o si sólo
se puede dar cuenta extensionalmente, como hace la Compañía Telefónica con sus
abonados, de los nombres y apellidos que la memoria y la amistad nos sugerirán;
nos llevan a sospechar si no será el mejor criterio el de la Real Federación
Española de Fútbol, con sus internacionales, su primera división, sus segundas,
sus terceras y sus regionales.
Mientras muchos preferirían dejar de lado cualquier posibilidad
conceptual y distinta del conjunto vacío para la etiqueta de “literatura
riojana”, las otras rúbricas posibles –“escritores en La Rioja”, “literatura en
La Rioja – sí que parecerían ofrecer alguna ayuda cuando se trata de organizar
el material del que debemos dar cuenta[1].
Y es que, dirán algunos, por lo que a los escritores riojanos hace, la
mayoría fallará más por lo de escritor que por lo de riojano. Y bromas, o no
tanto, aparte, la cuestión dista de estar clara incluso en capítulos de
apariencia tan transparente como los que se limitan a hablar de alguna relación
biográfica, ya tenue, ya inevitablemente consolidada, del escritor con La
Rioja.
En efecto, y debemos felicitarnos por ello, uno no suele estar obligado a
pasar toda su vida en el mismo lugar. Así, qué decir del escritor que ha empleado
algunos de sus años en la muy noble y leal –que dijo el emperador Carlos–
ciudad de Logroño. Y qué hacer cuando ese escritor ha sido alguien importante
para otros que pueden pasar por escritores riojanos, Es el caso, por ejemplo,
de Ramón Irigoyen, profesor durante más de doce años en Logroño y que no dejó
indiferente a nadie, aunque esto no estrictamente por razones literarias. ¿Le
apuntamos a Navarra? ¿Reservamos un cupo de su persona y de su literatura para
el inventario riojano? ¿Somos más exactos si decimos que se trata de un
escritor y poeta español? ¿O en español?
¿Y qué hacemos con los nacidos en La Rioja y que la dejaron por las
variables circunstancias que pudieron darse, que se establecieron,
probablemente para su fortuna, en otras tierras, en la mayoría de los casos, no
muy distintas de ésta que tanto gustaba, según parece, a Rafael Sánchez Mazas? Quien,
al parecer, no pudo hallar otro término de comparación para La Rioja que
algunos lugares de la Toscaza. Dionisio Ridruejo temperó la fórmula y se contentó
con un Ampurdán pretérito de viñedos, lo que no sabemos qué paisaje o qué
butifarra evocaría en sus lectores.
Y qué decir, por último, de una especie tan rara como la del riojano
vocacional, que expresa toda su querencia con todo el rigor cálido de la
ironía. Es el caso de Jon Juaristi, del que no sabemos si planteará alguna
complicada jurisprudencia cuando llegue el turno a las selecciones literarias
autonómicas implicadas de acudir a la consabida feria internacional de
Frankfurt o de algún otro resonante lugar. El poeta bilbaíno escribe
simpáticamente:
Personalmente,
me encantaría tener algo riojano, porque tengo a La Rioja por la mejor tierra
de España y, si me aprietan, del mundo y sus alrededores. Me gustaría pasar
allí mis últimos años y, como ya dispuse hace algún tiempo, que lancen mis
cenizas al Najerilla. O al Ebro, directamente.
Y es que, tomados de uno en uno que decía otro poeta, no está nada claro
quién es un escritor de La Rioja y quién no. Francisco José Alcántara nació en
Haro en 1922 y con La muerte le sienta bien a Villalobos ganó el Nadal
en 1954. Piadosamente, señalaremos que su obra no es muy conocida, merecida o
inmerecidamente. ¿Es un escritor español o un escritor que ha de mencionarse en
este escrito? Decir de Rafael Azcona (Logroño, 1926) que es un escritor riojano
es, aparte de exacto, extirparle un capítulo a la historia de la literatura
española
En cuanto a los escritores en La Rioja, ¿qué hacemos? Julián Morillo
nació en Castuera y vive desde hace algunos años en un pueblo de La Rioja. Escribe
obras de misterio o de terror como la que lleva por título Claire Afterlom (2007) y que es una historia de vampiros, o de
vampiras.
¿Y qué decimos de la mayor institución de la poesía riojana, que es
también uno de los mayores poetas riojanos, el asturiano de DNI Roberto
Iglesias Hevia, el cual nació en Asturias con todas las de la ley, sin que le
nacieran en el Principado ni nada parecido? Más fácil lo tendríamos con
Leopoldo Alas, nacido en Arnedo y sin mayores afectos para con esa ciudad; sin
embargo, una Sociedad Cultural Leopoldo Alas ha venido ahora a anudar lazos con
la ciudad zapatera. Como se ve, incluso en los casos en que no hay relación
metonímica que valga, algo se encuentra. ¿Y qué decir, forzando la nota, de
Eduardo Halfon que nació en Guatemala, vive en La Rioja y algo ha publicado
aquí –citemos sus Clases de Hebreo? ¿O, y lo digo por recordarlo y
mencionar su nombre, del gran Manuel Díaz Martínez, que perjura que casará en
Logroño y con una tabernera?
Son éstas tan sólo algunas
muestras, y no las más retorcidas, de la casuística que la definición
administrativa de la literatura (si entrar aún en cuestiones de índole
presupuestaria) procura y que los ocios académicos se empeñan en estricar.
Por otro lado, el escritor que es regional porque nunca le rozó fortuna
que alcance o supere lo nacional, ha sabido últimamente encontrar circuitos
interautonómicos peculiares, lo que no supone precisamente una victoria
histórica sobre el centralismo, sino una hermosa cooperación entre las
escasamente diferenciadas cabezas de ratón que nuestra patria ofrece.
El monstruo de mil cabezas huecas
Notemos que este problema, ese divertimento, nos pone delante de otra
cuestión. A saber, si algo hace a los escritores riojanos es, junto con esa
escala y ese alcance diminutos, la existencia de interacciones entre ellos de
muy diversa naturaleza, la existencia de grupos enfrentados, de afinidades y de
odios, no por regionales o provinciales, menos africanos, o con menos vocación
de serlo. Cabría decir: la realidad de una literatura regional no es la de una
relación de nombres que se van anotando con tal de que se cumpla con un
requisito administrativo, sino la de una cadena de contigüidades entre
individuos que, toda junta, forma esa literatura. Vindicamos así la posibilidad
de una definición intensional y, en consecuencia, la demostración de una
verdadera existencia de la literatura riojana, pues a fin de cuentas la nómina
de escritores la compondrá alguien que esté en el mundo, con sus preferencias,
amistades y otros enemigos íntimos e inseparables. Sumemos el corolario según
el cual, una vez logrados enemigos de mayor estatura, nuestro escritor o
nuestra escritora habrán ingresado ya en más altos parnasos, los que llevan a
ser leído en la ESO y el Bachillerato. Eso, si los manuales de literatura no
devienen autonómicos y viva Cartagena.
Sospecho que ningún escritor regional –salvo por erística y en lo más
anfractuoso de una discusión interminable– será demasiado proclive a conceder
tal condición, la de escritor, a quien no le haya acompañado en la amistad o en la bronca; y
hay un punto de razón en ello, la que nos advierte de que una literatura es un
monstruo, un colegio fácilmente inármonico de escritores y no una mera
colección de literatos que individualmente cumplen con alguna condición
atinente al registro civil o a al padrón municipal y que puede sujetarse a una
ordenación tan mecánica como la que facilita el alfabeto, el sexo o la
estatura.
Naturalmente, en este
escrito no puedo darme el lujo de prescindir absolutamente de inventarios y
onomásticas. En cualquier caso, la literatura riojana sería tanto la relación
de nombres de la que excogitaríamos los más meritorios o los más exóticos, si
los hubiere, como ese agregado hecho de historias que se integran en una
historia para, al fin, mostrar su rostro de provincia negra flaubertiana, por
acogernos a la fórmula navarra de Miguel Sánchez Ostiz.
Plataformas para alimentar al monstruo
Y ese agregado, esa comunidad, es el factor que conforma la realidad
social del escritor de provincias –más exactamente, esa realidad no es otra
cosa que las relaciones y los medios que encuentra el escritor en su región. Y
eso que llamamos comunidad, la realidad social de los modestos escribientes
pasa por diversas instituciones que convendrá enumerar, al menos desde los
tiempos oscuros de los años centrales del siglo XX hasta estos días de blogs
y de foros donde cruzar insultos con más o menos eficaz gracia y escasa medida.
Y de estas instituciones, habrá que decir que hubo un tiempo cuando sólo
podía hablarse de actores tan sospechosos y mortecinos como las diputaciones
provinciales, con sus iniciativas que por pura inercia, y puede que por pura
beneficencia, tan sólo prestaban católica caridad a los poetas; cuando sólo
hablaríamos de los no menos pálidos y convencionales ayuntamientos y, de algún
modo y porque en ellos interviene la letra impresa, de los periódicos. Y ésa
fue la realidad literaria de La Rioja hasta digamos los sesenta o setenta. E
inútil será argumentar en contra con nombres como los de Luis Barrón, José
María Lope Toledo, con los de otros todoterrenos más o menos excéntricos o
periféricos como pudo ser Antonio Cillero Ulecia[2]; y
más inútil hacerlo recurriendo a la mención de algunos funcionarios que, en
algún momento y por el siempre laberíntico azar, fueron destinados a Logroño o
a las cabezas de partido judicial que organizaban la provincia.
En los años setenta se sumó otra plataforma que, tras inicios oficiales,
fue la clave de todo lo que vino después. A saber, el renacimiento de las
revistas literarias que la iniciativa privada de unas pocas personas supo sacar
adelante y casi contra todo el mundo. No puede dejar de citarse aquí el nombre
de uno de los poetas grandes de La Rioja, Alfonso Martínez Galilea, quien al
decir del antes citado Jon Juaristi es como editor un “Guadiana torrencial”. Es,
además, un elemento del subconjunto de los editores que no se editan a sí mismos, con lo que su magnífica poesía se
le niega al público lector, sin duda en justo castigo a su descuido colectivo.
Naturalmente, las nuevas instituciones autonómicas decidieron alimentar o
aprovechar esas iniciativas y hacerlas públicas. Antes de Internet, lo sencillo
eran las revistas, que iban desde la multicopia hasta el lujo de publicaciones
pagadas con dinero público, como Calle
Mayor, que, como solía ser habitual, no se conformaba con la literatura,
sino que se proponía ser un “Trimestral de literatura, crítica y artes”, esto
es, tratar de casi cualquier cosa. De hecho, la historia de las revistas
literarias riojanas en el último cuarto del siglo XX había empezado con el
apoyo de la diputación provincial tardofranquista, pero realmente arranca en
1979 con L’Anguilla. De sus tres números procede todo lo que vino después
y en ellos se concentra y se prefigura una buena parte de los siguientes
veinticinco años, como si lo tiene a bien y, además, los materiales a mano
podrá comprobar el lector curioso. Y las revistas no fueron sólo receptáculo de
discursos liricoides. Allí aparecieron y aparecen traducciones de calidad y
bien seleccionadas (de los traductores, recordemos a Javier de la Iglesia, a Ramón
Irigoyen, a Angélica Valentinetti, a José Ramo) y ello demostró, de paso, que
en algún sentido esas revistas no eran ya regionales o provinciales y sí otra
cosa.
De las revistas surgieron los editores, algunos de los cuales saben el
oficio y, sobre todo, han sabido perseverar. Constituyen buena parte del
paisaje literario. Sin ellos, desde luego, estaríamos hablando de otra cosa.
Permita el lector inciso e insistencia: la realidad de la literatura riojana no
es que algunos escriban, es que hay editores que editan revistas y libros.
Excúsese cualquier comentario acerca del bucle a que la situación puede dar
lugar.
Otro factor que no podemos dejar de citar es la universidad y junto a
ella otras instituciones de carácter académico, como el que fue Colegio
Universitario de Logroño –más tarde, de La Rioja– o como el llamado Instituto
de Estudios Riojanos, que dibujan un contorno del dominio literario, contorno
en que éste comienza a ser otra cosa, objeto de estudio o coartada, pero que supone
una inyección notable de dinero y, como se dice, de recursos humanos. Más
abajo, hemos de volver sobre esto, bien que de pasada.
La dialéctica, por utilizar el viejo, seguramente desprestigiado y tan
exacto palabro, entre la universidad y la literatura es asunto que merece algún
comentario, Tomemos el caso de Luis García Lecha, Clark Carrados sobre todo en
el laberinto de la literatura popular, tan rico en identidades cruzadas y en
historias sorprendentes, riojano de Haro. Algo lector de sus obras, debo
confesar que ignoré su identidad hasta la publicación de un volumen editado por
el Instituto de Estudios Riojanos en este mismo año de 2008.
Cierto es que el escritor de literatura popular raramente será escritor
regional porque las a veces llamadas subliteraturas conceden, por paradoja y en
muestra de alta justicia poética, una rara universalidad que, en este caso,
ronda los confines del espaciotiempo y llega aun más allá, “a Calahorra
incluso”, que decía otro poeta. Pero esa publicación a que nos referimos fue
posible gracias a que Carrados era riojano y a que existía una nómina de
investigadores sin nada mejor que hacer.
Y es que una universidad está determinada a tomar como campo legítimo de
estudios su ámbito definitorio: La Rioja, pues La Rioja, sea letras, sea
historia, hidrografía o micología. Y a partir de ahí el adjetivo es de uso
libre y puede que muy rentable políticamente y algo comercialmente. Una
librería ya desaparecida de esta ciudad, famosa por el escaso número de libros
que ofrecía al desorientado cliente, allá por los finales setenta o primeros
ochenta, se hallaba provista de un sólo libro de editorial Gredos en su fondo.
Nada casualmente, se trataba de una publicación del profesor Manuel Alvar de
título El dialecto riojano, y que
consistía en la muy especializada edición de algunos documentos medievales
precedida de consideraciones técnicas con todo el grado de esoterismo que conviene
a la gramática histórica. Juzgue el lector acerca de cuál era el reclamo.
Otra dialéctica interesante es la que se establece entre el estudio
académico, la universidad, los institutos de investigación, y el ensayo, es
decir, la obra en que se discuten o comentan ideas de modo que el lenguaje
mismo está implicado y crece y se retuerce en el razonamiento. Deberíamos decir
que la distinción sería clara, pero se observa un continuo que tiene que ver
sobre todo con el público efectivo que lee unas y otras obras, más que con las
características estructurales de las mismas. Sobre ello volveremos más abajo.
¿Qué queda por mencionar? ¿Los premios literarios, que, como todo, se
renuevan y persisten en sus ceremonias tan gratas para la sociedad provinciana
y para el progreso de las artes escénicas, interpretativas y gastronómicas?
En fin, incremento de las rentas, de la hacienda pública, florecimiento
generalizado de las políticas socialdemócratas, junto con la aparición de algún
mecenazgo no siempre reconocido, sirvieron para que el consabido excedente
diera cuerpo a las divagaciones y fiebres literarias de los riojanos.
Mas una vez asumido este
modelo de explicación histórica –a cuyas pretensiones deterministas
infraestructurales no les falta cierta nostalgia poética y bastante razón–
debemos preguntarnos qué ha cambiado, si algo, por lo que hace a la literatura
y es ésta una cuestión a la que conviene dar una respuesta global antes de
entrar en los detalles.
El gran cambio, que situaríamos en algún momento de los años 1990, es el
crecimiento –a veces con apariencia de inflación explosiva– de la narrativa y
de la novela en particular. Y me refiero a la novela escrita, publicada y leída
sobre todo en La Rioja. Porque de los que serían narradores en los noventa, algunos
antes sólo habían alternado sus numerosos intentos líricos con alguna página de
prosa solitaria, lo que el lector puede comprobar en las revistas y libros que daban a la luz las imprentas
regionales. Y en cuanto a los demás, no nos equivocaríamos demasiado si
resumiésemos la cuestión en que fue en la década que cerraba el milenio cuando
comenzaron a publicar con regularidad.
Hombros donde elevarnos
En 1986,
Manuel de las Rivas publicó un estudio que daba cuenta del estado de la región en lo que hacía a la
lírica. El estudio aparecía en una Antología de Poesía en La Rioja 1960-1986,
edición pública y cuya génesis registra algún episodio de los que
caracterizarían, según lo dicho más arriba, a una comunidad literaria real. El
sintagma “en La Rioja” evitaba el adjetivo, que es esa parte de la oración que,
contradictoriamente, tanta idea da de sustancia y que creemos haber demostrado
que es inútil proscribir. Y lo de poesía, y lo de 1960-1986, en el trabajo de
Manuel de Las Rivas quería decir treinta años de literatura porque los
narradores, dramaturgos, ensayistas eran pocos, tan pocos que ni siquiera
llegaban noticias de amistades y odios entre ellos homólogos a los habidos
entre poetas, tan aficionados, ni se producía –épica obliga– fenómeno
correspondiente al de los juegos florales y los ritos vergonzantes y tísicos de
la provincia negra, ni se registraban sus derivados que nos siguen sonrojando am
phantasma.
Y ese año de 1986 pudo parecer el comienzo de la edad de oro de la poesía
riojana, pero fue más bien el de su culminación e incipiente pérdida de
protagonismo, porque las decenas de títulos que se publicarían en años
posteriores iban a ser progresivamente ensombrecidos y desplazados por la
novela y por los relatos que, como tienen por costumbre, son obra de personajes
más dinámicos, más confiables y también más trabajadores.
Y ello sin perjuicio de que, como suele suceder –ya lo hemos dicho–, no
pocos narradores fueran en sus inicios adolescentes e incluso adultos poetas de
insobornable voluntad, Si vale un caso, ése puede ser el Luis Martínez de
Mingo, narrador y novelista afianzado que tiene más lectores fuera que dentro
de La Rioja, y que en la treintena bien entrada comenzó una sólida obra
narrativa tal vez en detrimento de su lírica peculiar e irreductible. A sus
poemarios ya lejanos en el tiempo, les sucedieron primero libros de relatos y
más tarde una colección de novelas singulares y no menos irreductibles; entre
aquéllos Bestiario del corazón (1994),
entre éstas destaquemos El perro de
Dostoievski, publicada en 2001.
Por su lado, los narradores apreciables que no cultivaron la poesía, o
que supieron mantener secreto y solitario el vicio, o que tuvieron la suerte de
que sus intentos se olvidaran, se sitúan en buena lógica fuera de esa secuencia
principal de la carrera literaria que lleva del gorgorito lírico a las
divisiones mecanizadas de la prosa “shock and awe”. Sus casos ilustran
trayectorias plurales que, sin embargo, demuestren tal vez una actitud
diferente ante la escritura. Nos atreveríamos a señalar incluso que se trata de
personas de procedencias académicas y profesionales no coincidentes con las
estrechamente catalogables como literarias, con lo que fungirían de corroboración
viviente de la posición aristotélica que hace de la novela y la narración una
empresa mucho más científica que la lírica y sus espirales concéntricas. No
permitiré que me lleguen los contraejemplos, pero podemos citar a matemáticos,
como Jesús Alonso Chavarri que no disimula el oficio en La hipótesis del continuo: Una historia de la transición (1998),
médicos –Fernando Sáez Aldana, autor de obra ya poblada o José María Merino y
su notable Las medias verdades (2006)–,
gentes de formaciones y andanzas varias y variopintas, entre los que puede
contarse a Javier Casis o a Chema
Iglesias. Por su lado, el lector sabrá comprobar que los poetas tienden a ser
profesionales de disciplina tan ecolálica como lo es la filología, algo que remitiría
a un efecto ya mencionado: los estudios universitarios instaurados en La Rioja
fueron el dinamizador de un grupo de poetas que, sin la atmósfera que se le
supone a los cursos de Filología, tal vez hubieran sido poetas y ciudadanos de
La Rioja, pero nunca poetas riojanos, cabezas huecas del monstruo.
El paso de la sola lírica a la narrativa, tal como lo hemos contado,
parecería haber sido meramente casual y contingente, pero podemos y debemos
apuntar también que la cantidad de dinero que se mueve al abrigo del señuelo de
la identidad algo ha podido tener que ver, porque las iniciativas de los
editores, muchas veces con soporte público, han facilitado la realidad
editorial de estas obras. Como ha podido, y más, tener que ver el agotamiento
de la lírica y la capacidad consabida de la fórmula novelesca, en la que todo
cabe.
Porque, y llegamos aquí a la madre de uno de los corderos que circulan
por aquí, la clave de bóveda de todo este asunto es eso que se ha dado en
llamar identidad y que es fiebre que aqueja no sabemos si sólo a España o si ha
contagiado a todo el mundo. Porque estas líneas surgen al socaire de ese tiempo
de carrera de armamentos que se hace en nombre de la identidad y que mueve, a
fuer de imparciales, a dar su lugar bajo el sol a todas las múltiples y
aburridas identidades que nos rodean. La ecología y la economía de la situación
son bien claras y características a diversas escalas de nuestro estado
autonómico, aunque con seguridad no es exclusiva de éste.
En cualquier caso, los narradores han sucedido a los poetas como reyes
del patio literario: los libros de aquéllos oscurecen a los más magros
volúmenes de éstos. Y aquí se cumple otro principio ecológico: todos los huecos
tienden a llenarse, con mayor o menor fortuna,
todos los géneros y subgéneros encuentran quien los cultive y, a su
propia escala y con su propio valor, una literatura de provincias es capaz casi
de resumir todas las baldas de la literatura universal, con lo que la
literatura en La Rioja acaba por resultarnos, dicho sea con un grano de sal o
con todas las vinagreras, una imagen de la literatura toda; por lo que se
refiere a la lengua española, ya dijimos que una imagen 1:1300.
Y es que tenemos novelas que pretenden arreglar cuentas con la transición
o con el franquismo, y hasta con la Segunda República. Novelas de misterio o
terror, novelas históricas situadas en la Edad Media o en nuestro siempre tan
animado siglo XIX, relatos y narraciones que se adentran en otros referentes y
modelos literarios, obras con vocación y hechuras de best-seller (como La llave maestra, 2005, de Agustín
Sánchez Vidal), tenemos narrativa que puja dialécticamente con el ensayo y
tenemos, seguramente, la negación de todo eso.
Novelas plurales y unívocas
La novela es género capaz de
aguantarlo todo, hasta la recreación supuestamente fidedigna escrita al rebufo
de la memoria histórica. Es el caso del Rúa
Vieja 32 (2004). Aludimos a una escena que su autor, Luis. Bañares, sitúa
en abril de 1931. Éste escribe como si nada:
Justo llegaba
Santiago al portal de su casa cuando se cruzó con su hijo Vladi, que se dirigía
al trabajo, Vladi, un mocetón de casi veinte años, alto, fuerte y moreno,
poseía una mirada valiente, clara y azul como la de su madre. Tres años
desgastándose en la fundición habían hecho desaparecer en él cualquier síntoma
de adolescente. Sus ademanes, sus palabras y sobre todo sus manos grandes y
encallecidas le daban aspecto de hombre experimentado. Santiago le había puesto
el nombre de Vladimiro en honor a Lenin, una vez leída una traducción de Materialismo y empiriocriticismo,
editada en Méjico, que un pariente indiano le había traído en uno de sus
últimos viajes. Pero todo el mundo le llamaba familiarmente Vladi, a lo que
Santiago recalcaba que Vladi con uve.
Lo paradójico del caso es que una novela como ésta da la impresión de
haberse escrito antes de que su autor la comenzara, en otras palabras, si no es
novela de tesis, la sobrevuela una doctrina un tanto incoherente y sentimental emparentada
con la falsa añoranza de la arcadia segundorepublicana. O tal vez lo que sucede
es que la novela aparece como un recurso psicológico primario que admite todo
y, en particular, el disparate. Mucho más efectiva y ajustada es –y lo es literariamente, aunque hablemos de
obras históricas– la mera exposición de los hechos contrastados (Jesús Vicente
Aguirre en Aquí nunca pasó nada (2007);
o incluso la crónica interpretativa de la que se ha hurtado el propio cuerpo y
la participación personal: La Rioja
empieza a caminar, 2000) y desde luego el asalto temerario a las
coordenadas históricas desde la potencia de la escritura y la narrativa (L. Martínez
de Mingo en casi toda su obra), o desde la aventura literaria que no oculta
algunos de sus referentes y nos hurta otros en su juego (el mismo Mingo y el Juan Ramírez
Codina de El tiempo según San Marcel, 2008), el simple y
difícil rigor de la narración sostenida
por la experiencia personal en épocas más lluviosas y grises (Aurelio
Rodríguez, Seréis como dioses, 2005)
o en épocas menos grises y con más humo (César Galiano Royo, La Generación Inexistente[3], 2008). O la narración histórica como monumento si no
más perenne, al menos tan denso como el bronce (Demetrio Guinea, El escriba y el rey, 2008). Y, en fin,
la precisión de la autobiografía de una vida como pocas: la de Patricio Pedro
Escobal, autor de Las Sacas
(publicado por primera vez en 1968 en inglés), ingeniero industrial y defensa y
capitán del Real Madrid, olímpico antuerpino o en Amberes[4].
Que la novela sea género cuyo cultivo y trato presupone cierta edad no
impide que se den casos de novelistas jóvenes que debamos recordar aquí, como
puede ser Javier Alonso con su Sueños y
cadáveres (2004).
Por si nos toca ahora figurar como que completamos la lista de
narradores, estaríamos, de paso, completando la lista de posibilidades
narrativas y genéricas: ya nos ha salido la novela histórica y la de terror y
fantasía, nos ha salido el best-seller.
Dejamos implícita la narración que se acoge a un ámbito profesional al hablar
de médicos, señalamos las recidivas literarias del franquismo en la memoria
estructurada por la narración. Añadamos las novelas que se acogen al “problema
de actualidad”, como hace Pilar Salarrullana con su La segunda venida (2005), que se construye sobre la tipología de
una secta destructiva y sus actividades.
Añadamos los relatos singulares Luis Sáenz Gamarra o los de Marcelino
Izquierdo, las novelas publicadas o en proyecto perpetuo –lo que tal vez sea el
arquetipo que finalmente conviene al género– de Roberto Iglesias. Vaticinemos
futuras novelas que buscarán su lugar bajo el foco de las librerías, entre los
buscadores de Internet, que buscarán sumarse al mar y sus entropías.
Los poetas nacidos en el franquismo
Los poetas de la Antología de 1986 nacieron todos entre el agotamiento de
la II República y el apogeo del franquismo. Y es bastante evidente que no
pueden formar una generación en ningún sentido razonable. Su formación, sus
lecturas, la poesía contemporánea “hegemónica”, podíamos decir, con la que se
formaron, variaban todo lo que se sabe que podía variar la poesía española y la
traducida desde 1940 a 1980. Sí que constituyen un grupo de afinidades[5] que,
en cambio, les separa de los poetas más jóvenes –los del hipogeo del
franquismo, que se diría–, lo que no deja de ser, sí se acepta que la tesis es
descriptivamente correcta, un fenómeno que habría que explicar. Notemos, en
cualquier caso, que todos ellos vivieron bajo el franquismo en edades en que ya
tenían uso de razón, o uso de no mucha menos de la que nunca tuvieron.
Limitémonos a señalar este correlato por si se quiere seguir apurando una
explicación. Hemos citado algunos nombre de poetas y nos apetece mencionar a
casi todos los de la antología: M. de las Rivas, Ramón Irigoyen, Roberto
Iglesias, Ángel Compairé, Raúl Eguizábal, Miguel Fernández Cid, Francisco José
Quintana, José Ramo, Francisco Ibernia, Luis Martínez de Mingo, Emilio Sagasti,
Javier Pérez Escohotado, José Ángel Escuin, Alfonso Martínez Galilea, Juan
Manuel González Zapatero. Todos salvo uno, según dijimos, estudiaron o
enseñaron filología. Y los que nos
dejamos, más o menos lo mismo y en las mismas proporciones y medidas.
Los poetas de después de 1986
La antología de 1986 alcanzaba a un poeta nacido en 1961, pero dejaba
fuera a otro más viejo y singular –Desiderio Morga: “Cómo añoro aquel tiempo
lejano que viví / en el barrio del cuero, la ginebra el new age; / tan lejos
del ejido, la ermita y las perdices, / mentira me parece lo que mi vista ve”– a
otro que para aquél entonces todavía no había publicado poemas, José Ignacio
Foronda, quien ha persistido en un empeño que ha contrapunteado con sus
incursiones en el relato de fondo más o menos costumbrista o más o menos
autobiográfico.
Paulino Lorenzo nació el año en que murió un conocido general, de segundo
nombre también Paulino. O tal vez, como se ha dicho, este general superlativo
prefirió morirse a compartir el mundo y su cortijo con algunos recién llegados
entre los que no dudaríamos en incluir al autor de Devoción privada (2001). En cualquier caso, los poetas
de una generación anterior, los nacidos en torno a 1960 –cumplimos con los
quince años que suelen estipular los teóricos del asunto- se sorprendieron en
el cambio de milenio con la aparición de voces que les quitaba el innegable
privilegio de la juventud. Quizá los antologados se sorprendieron al ver cómo
no eran los únicos poetas mayores censados en la penúltima autonomía.
Junto a Paulino Lorenzo, otros poetas han conocido el prestigio de la
letra impresa y el agasajo del recital. Hay que citar a Ángel María Fernández,
o a Alfonso Rubio. Sepa en cualquier caso el lector que la relación sería
numerosa y reuniría obras de muy variada condición, calidad y vuelo.
Por otro lado, y con todas las precauciones que hacen al caso, cabría
apuntar que en los poetas más viejos, en algunos de ellos –en de las Rivas, en
Ibernia, en Ramo–, encontramos una intención sistemática y difícil, una
voluntad espartana que lucha por evitar el efectismo, una vocación que tal vez
sea cosa del pasado, que tal vez haya sido sustituida por un amor constante o
nunca extinguible por los fuegos de artificio.
El ensayo, el periodismo, el
folklore
Si la poesía se mantiene y la narración es el género triunfante de
nuestra época, no podemos hablar de un florecimiento simultáneo del ensayo,
entiéndase, a una escala regional. Tal vez sea significativo que el editor
riojano que publica ensayo no lo hace en general de autores riojanos, con la
excepción probable de Juan Díez del Corral que ha publicado algunas de sus
curiosas y atrabiliarias meditaciones en prensas regionales. Porque sí que hay
ensayistas riojanos, pero no hay poesía o narrativas riojanas o en La Rioja. No
parece que el marco de esta provincia región haya sido suficiente por el
momento para que el género se pueda reconocer desde las coordenadas que nos
planteamos aquí.
Basten los nombres de Agustín Sánchez Vidal o de Gustavo Bueno para
plantear el asunto, ¿tiene algún sentido valorativo conectar sus obras, bien
conocidas por lo demás, con La Rioja, con algo así como “el ensayo en La Rioja”?
Nos tememos o, más bien, nos alegramos de que tal no sea el caso.
De hecho, el ensayo ve siempre achicado su espacio porque quienes tal vez
pudieran y debieran dedicarse a esa disciplina se dedican a otras cosas. Desde
la academia, el espacio del ensayo se ve limado por las publicaciones eruditas
o por las científicas. El carácter mundano del ensayo, por otro lado, encuentra
difícil acomodo en un marco regional mínimo. Esto deja en difícil situación a
quien pretende cultivarlo. Así, algunos se dedican a lo que convendrá llamar
divulgación, otros oscilan entre la seriedad académica y la ironía documentada,
algo que ilustraría Javier Pérez Escotado; otros, Luis Martínez de Mingo en su Morir de hambre: Cartas a una anoréxica
(2002), prefieren escribir novelas que sean también ensayos.
Es cierto también que otros géneros y otras disciplinas, en particular
las que se conectan con, digamos, el estudio o la presentación de lo propio, le
restan también posibilidades.
Y esto último es otra consecuencia impagable del estado de las
autonomías, a saber, que el folklore ahora es progresista. Por el lado positivo,
podemos hacer de la necesidad virtud y ver cómo la etnografía de lo propio no
puede cerrarse y deja lugar para muchas otras cosas. Una prueba, por si se
solicita, de que la disciplina no existe o al menos deja de existir cuando se
aplica a ese presente que es lo propio[6].
Las revistas, las instituciones, lo
público y lo privado, los blogs. Hacia donde vamos
En la antología de 1986 sólo había varones. Apenas en su estudio
introductorio, hablaba Manuel de las Rivas de alguna mujer, como Luisa
Iravedra, y muy lateralmente[7].
Como no podía ser de otro modo en una biocenosis de tal hegemonía
masculina, las escritoras sindicaron sus fuerzas y dieron lugar a publicaciones
de mujeres y puede que para mujeres. Otra vez, no se trataría tanto de que no
hubiera escritoras como de que las escritoras no publicasen. En los 1980, nos
encontramos apenas con Esther Novalgos, incansable autora de poemarios menos
populares que extensos. Después han venido más mujeres que han publicado. Según
parece, se lee a Carmen Beltrán, a Sonia San Román y a no pocas otras.
Anotemos, no obstante, que es ahora la nómina de narradores –la de novelistas
en particular– la que parece más poblada de varones, en reproducción de la
misma asimetría que aquejó al verso.
Esta realidad, el eclipse y posterior orto, de la literatura riojana de
mujeres, probablemente, no se trate tanto de una consecuencia de un machismo
ejercido sin otra mediación, sino una consecuencia de las relaciones entre
personas con unos objetivos comunes en una sociedad en que se dio una marcada
separación de sexos y una más marcada división del trabajo entre ellos.
Otro asunto es el de la institucionalización de los escritores. Por así
decir y como correspondía, llevamos años en que los escritores compiten y se pelean
por el dinero público y tal competencia lleva sin duda a determinadas
restricciones que, así suele ser el caso, el interesado ni siquiera percibe,
Por los escritores riojanos no se
pelean, que sepamos, ni siquiera los periódicos de la región, que han reservado
–imagine el lector bajo qué suelos andarán los costes de tales colaboraciones–
cada vez mayor superficie a columnas para las diversas cogitaciones que individuos
de varia condición deponen semanal o más que semanalmente. Más entropía, tan
lejana de la obra de un maestro del género, Manuel de Las Rivas columnista
diario durante muchos años en el diario La
Rioja –o Nueva Rioja, con el “nueva”
que les cayó a algunas cabeceras el lector ya sabe cuándo-. El análisis de lo que ha sucedido en el género entre este punto
de partida y los puntos de llegada nos lleva a concluir en más ocasiones que en
menos que el progreso se da, pero sólo si la película se proyecta hacia atrás.
La caverna del cine, de la
televisión, otros retablos de las maravillas
Si hablamos de escritores riojanos, hemos de hablar del cine, pues el más
famoso de ellos –y no se olvide que hablar de un escritor riojano famoso es,
como debe ser, dejar de hablar de un escritor riojano y hablar de un escritor
español– escribió y no poco y bien para el cine: Rafael Azcona nació en Logroño
en 1926. Escribió poemas, prefiguración contundente algunos de escritos
posteriores (“Un hoyo nada más, y sólo un hoyo / previsto y reservado de
antemano / tan solo para ti, recién nacido, / pequeño muerto mío, aún no
maduro”)) y marchó a Madrid. Su obra literaria cinematográfica ha oscurecido su
obra literaria a secas. El lector sabe que existen ediciones accesibles y
recientes, recuperadas, de alguna obra suya como Los Europeos (1960. 2006).
Otros riojanos han visto cómo su capacidad literaria ha derivado hacia
los terrenos del guión o de la adaptación teatral. Es el caso de Bernardo
Sánchez, autor si no de los más leídos, sí que de los más vistos de España.
Y si hablamos de cine y televisión, habrá que rematar con las revistas
virtuales, los foros literarios –donde unos se insultan en metro y otros apenas
en tranvía– o los blogs, de los que
habría que destacar el que mantiene Javier de la Iglesia o algún heterónimo
suyo, Añalejo de indolencias que no
son tales.
A donde el mapa nos lleve
Hace treinta años comenzó una historia que nos ha llevado a escribir
historias y geografías de unidades que nunca se hubieran imaginado tan ricas y
plenas en su tan legitimado olimpo ideológico. Y hace treinta años, quien luego sería un escritor riojano
notable, Jesús Vicente Aguirre, compuso una canción con ganas de convertirse en
himno que muy sabiamente decía: “La Rioja existe, pero no es. / Si nos unimos,
la hemos de hacer”. Note el lector la sutileza no sabemos si escolástica o
sartreana, y aclaremos que lo que era contrasentido o paradoja de género
vulgar, se ha convertido en el epítome de la historia contemporánea de España.
En lo que a ella respecta, la literatura regional, ese concepto que alumbraron
algunos académicos para nombrar algunas de las corrientes que quedaron aisladas
del río más caudaloso del canon, se ha convertido en un correlato literario de
una sociedad organizada de una forma en que nos ha facilitado a muchos la
ilusión de estar en cabeza y a la cabeza. Al precio de ocultar, y hasta negar,
que la cabeza es de ratón. De un ratón generalmente ridículo.
[1] Observe el
lector que no valen aquí criterios lingüísticos que nos hablen de algún
dialecto: los escritores a los que nos referiremos no persiguen la norma culta,
es que no conocen otra cosa. Ni temáticos: no hay regionalismo, ni
particularismo que se contrapongan a los que serían supuestamente los temas de
una literatura nacional española. Si aparecen aquéllos, lo hacen con una
voluntad de ironía, tierna o barroca, lo que incluiría los Chascarrillos, dichos y decires en el habla de La Rioja
de Javier Pérez Escotado, las Alegrías
riojanas de Alberto Vidal o los Tritones
de Regadío de Luis Sáenz Gamarra. Que se logre el efecto buscado o no es
otro asunto.
[2] Quien, por
otra parte, pasó buena parte de su extensa vida en Hispanoamérica.
[3] Mencionamos a estos dos escritores , profesor durante
años en Logroño el primero, a sabiendas de que bien pudieran o debieran
aparecer en el “mapa literario” de otras regiones. De hecho, editan en otros
lugares y no hay más razones para incluirlos en la “nómina riojana” que las
señaladas; pero al hacerlo, destacamos una vez más las paradojas e
inconsistencias de la empresa historiográfica regional.
[4] Y si hemos de citar junto al de Escobal, el nombre de
un literato riojano del exilio, ése sería el de Paulino Masip
[5] Y, de hecho, los poetas excluidos pueden argumentar
que lo fueron más por eso que por sus propios deméritos poéticos.
[6] Nombres como los Luis Vicente Elías, Carlos Muntión,
Javier Asensio o Iñigo Jáuregui serían algunos de los que llenarían este
capítulo.
[7] Naturalmente, no era el estudio de de las Rivas el
lugar para hablar de María Lejárraga. Ni de María Teresa León, logroñesa de
nacimiento, pero a la que se disputan varias selecciones autonómicas.
No lo recordaba. Has hecho bien en reproducirlo. Es exhaustivo, como siempre eres tú.
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