Iglesias Hevia

En este 2022, la Biblioteca de la Rioja, Almudena Grandes por lo biblioteca como Adolfo Suárez Barajas por lo aeropuerto, publicó un volumen al cuidado de José Ignacio Foronda dedicado a Roberto Iglesias. La correspondiente ficha atestigua el volumen (véase) como "Material reservado", lo que no deja de dejar de parecernos reprensible si hablamos de un logroñés de Mieres, que es de donde son casi todos los logroñeses. Foronda tuvo a bien solicitarme un escrito que se incluyó en el volumen y que reproduzco en este espejo, a veces cópula, de internet.


Roberto Iglesias Hevia

Animado por José Ignacio Foronda, durante algunas semanas de este 2002 he intentado recordar los orígenes de mi amistad con Roberto. O he intentado rehacerlos, o reconstruirlos según formulan algunos eruditos, que los hay, a la violeta. Pude temer que mi designio me llevara tan solo a fabricarlos, fingidor de sucesos de un pasado de juventud y alegre inconsciencia. Y ahora sé que no he logrado ni una cosa ni la otra, ni llegar a un relato verdadero de los hechos, ni a la fábula que nos alumbra con la magnífica luz de los embustes. Es cierto que hubo un tiempo en que no nos conocíamos –yo le conocía a él, pero él a mí no– y ha habido después un tiempo en que hemos sido amigos.

Supongo que Roberto tendría conocidos o amistades (cómo cambia el plural el significado de este nombre), pero me cuesta convertir en imágenes y palabras cómo fue la prehistoria de la nuestra, verdaderamente singular, como todas las verdaderas. A lo que iba: no consigo recordar una primera conversación o una presentación tan formal como formalidad puedan admitir una taberna o una cafetería. La cafetería Milán o el bar Cosecheros se me ocurren como hipotéticos patios de recreo de la juventud de nuestros mayores inmediatos. Ahora bien, algo debió de pasar, algo tuvo que ejercer de gozne de una etapa a otra. Conjeturo una ceremonia de aspecto insignificante, adornada en la memoria con sobreentendidos y alguna palabra que debió de resultar pintoresca. Añadamos a la sopa de letras el oxímoron de una pizca de casticismo neotérico e insurgente, la broma que exhibe más que gasta el veterano frente al nuevo.

Y es que Roberto sería un ceremonioso paradójico, alguien que dotaría de significado y trascendencia a pequeños gestos, y que –por eso mismo– desconfiaría de los grandes ritos, de toda solemnidad, de la ociosa pompa y la más ociosa circunstancia, alguien que de tal modo incrementase su propia presencia para acreditar un valor que iba mucho más allá del palmo de terreno en que se movían él y su interlocutor. Sin embargo, esta caracterización tiene algo de abstracta y da lugar a una segunda paradoja: si sospecho y descubro más significado en el sucedido más trivial, evaporado al enhebrarse en un relato, inhábil para aparecer con esa gracia alegórica que ha de matrimoniar anécdota y categoría, me veo –en consecuencia– reducido al silencio. Si yo supiese contar, haría gigante un pequeño gesto o un cambio de postura, un gruñido en segundo tiempo de saludo, y pequeños a Aquiles, a Bernardo del Carpio y, naturalmente, al sursuncorda. (Aquí Iglesias Hevia optaría por la m de sursum en honor a sus latines y a su gramática.)

Pero como no es el caso, me veo obligado a esta prosa que viene a ser un vaciado de Roberto, un todo lo contrario; o –quién sabe– un ni sí ni no, ni un todo lo contrario. El caso es tan simple como esto: ni recuerdo cómo conocí a Roberto ni soy capaz de interpretar este olvido o esta carencia.

No se apresure el lector ni dé por sentado que esta amnesia tan específica constituya dolencia que me inquiete. Quizá me haya ocurrido con más gente, aunque esto último es mera hipótesis o coartada, pero más bien no. Nada como este prodigio de la amnesia que refiero, porque un día Roberto era un periodista y poeta mayor (mayor que yo y poeta mayor a secas) y desde un día, ese día que no ubico en intervalo alguno suficientemente estrecho de los pueriles años ochenta de aquel siglo XX de nuestros pecados, desde ese día o esa noche que no adivino, fue mi amigo.

Así, he de concluir que mi intento de escribir acerca de los orígenes de nuestra amistad, de reconstruir su prehistoria fue desde su mismo principio empeño vano, pues la amistad a veces borra sus huellas y se plantea como algo atemporal y que no concibe variaciones mayores, si acaso las meras oscilaciones de las estaciones o de la cambiante hostelería, ese escenario por el que deambulan varones ociosos rumbo al callejón del Gato, entre reverencias sobreactuadas dirigidas hacia alguna trascendencia de guardarropía.

La edad o el paso indiferente de la vida impone un inevitable matiz a esta tesis de la amistad. La vida va limando la diferencia de edad para algunas cosas. Permanece la distancia, sin embargo, en lo que se refiere a otras. Va con Roberto su paciencia, infinita y eterna, que brotaba de un manantial inagotable cuyo invencible secreto él solo dominaba. Y al decir esto, reparo en una asimetría más –insoluble– entre él y yo, la que se da entre quien sabe más, que siempre fue Roberto, y aquel al que le cuesta darse cuenta de que solo puede aprender. Este era y sigo siendo yo.

 



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