Un prólogo
En tiempos de confinamiento, Julián Gómez Brea me pidió un prólogo para su volumen poético Symploké poética de un hispano de Madrid, Azur Grupo Editorial 2021.
Lo pego aquí para memoria propia.
Julián Gómez Brea, poeta
El lector que,
al abrir este volumen, repare en este prólogo deberá acaso esperar del mismo
que le detenga por unos minutos. O que le haga retornar tras haber surcado las
páginas, numerosas y rumorosas, que siguen. Deberá reclamar –digo– algo más que
unas palabras amables, de circunstancias, elogios cómodos y que poco significan
en el fondo. Exigirá alguna guía para el viaje o para la visita que va a emprender,
visita atenta y despaciosa o visita y viaje apresurado. O habrá de exigir, tras
su lectura, un contraste o algún subrayado. Tiene derecho a que alguien abra la
discusión, y posiblemente también a que alguien le anime a plantearse una
cuestión fundamental: ¿Qué clase de poeta ha escrito estos versos que he leído
o que voy a leer? Cómo se desenvuelve esta pregunta, interpretarla y
contestarla será el eje sobre el que girarán estas breves líneas.
Julián Gómez Brea publica un libro de poemas, su primer libro en papel.
No es –como suele suceder con los primeros libros de poemas– un libro juvenil,
por más que los poemas reunidos cubran un arco temporal bastante extenso. Y es
extenso también el libro, ciertamente. El autor ha optado por, creemos, la exhaustividad,
por presentar al juicio de los lectores una antología amplia, bastante más que
una muestra. Sobre esto algo tendremos que decir más abajo, sobre la
inescapable modulación que la extensión y arquitectura del volumen imponen a lo
fragmentario y breve de la lírica.
Colegirá de esto fácilmente el lector que la unidad de la obra es una
unidad integradora, que se propone ni más ni menos que presentar al público el
quehacer y la trayectoria del autor, con sus frutos limados y dispuestos de un
modo que los realce y, al tiempo, los explique. Y deberá también este lector
admitir que el intento que acomete el poeta Julián Gómez Brea requiere de
alguna nada despreciable dosis de valor y ánimo. Pero, en fin, hemos dicho que
la cuestión aquí ha de ser sobre todo la de dilucidar de qué clase es el poeta
con que nos enfrentamos.
Julián Gómez Brea es un madrileño de 1965, abogado y empresario, desde
hace unos años ocupado también en los trabajos académicos. Es un hombre que
está en el mundo, en absoluto ajeno a tantos y tantos asuntos en que el
presente y sus cuidados definen nuestras vidas, un hombre de los que bien puede
decirse que están hechos a bregar con las dificultades de la existencia. Quien
esto firma le conoció hace ya unos cuantos años en un curso de filosofía, en
una de las ediciones del curso de verano que, al amparo de la Universidad de La
Rioja y el Ayuntamiento de Santo Domingo de la Calzada, organiza la Fundación
Gustavo Bueno cada mes de julio desde el año dos mil cuatro. Se diría que no
tenía bastante con todo lo suyo y que retomaba el trabajo académico, como si viniera
a decir que ningún trabajo ni canícula POR ardiente que fuera se le opondría.
¿Pero por qué hemos planteado esa pregunta sobre el poeta, una pregunta
que no pocos entenderán como referida a la vida, la biografía, incluso a la
psicología o vaya uno a saber si al grupo social, o a algún otro arcano? ¿Eludimos
acaso hablar, como dirían otros profesores que la variada taxonomía
universitaria colecciona, de los textos mismos?
Ciertamente, se dirá, estos han adquirido ya vida propia, ajena al autor
que los ha lanzado a volar por el mundo. Realmente, el sentido de la pregunta ha
de referirse –sin olvidar esos factores externos que hemos citado– a qué piensa
de la poesía el autor de estos versos, a por qué los ha escrito, a cuál es su poética,
esto es, a cuál es su programa o su proyecto poético, el cual acaso no haya vislumbrado
enteramente desde sus comienzos y haya sido, formulémoslo así, explicitado o
reorganizado ya avanzada su carrera de poeta.
En fin, nuestra pregunta inicial se desdobla al menos en dos planos: el
de la poesía que escribe Julián Gómez Brea y la que él se representa o se
propone escribir, esto es, lo que se habría de llamar su poética. Y para
responder a todo esto precisamos de las herramientas adecuadas, herramientas
que solo podremos utilizar si planteamos el asunto desde su máxima generalidad.
Ya hemos aludido a algún aspecto que merece más consideración de la que
algunos puedan aceptar. Para empezar, la importancia del conjunto de una obra
por encima del brillo del poema aislado. Recordemos que la lírica es también el
reino de lo breve, lo que convierte en más imprescindible el recordatorio que
acabamos de formular. En ese sentido, este volumen de Julián Gómez Brea no
engaña al lector porque vemos en él ese compromiso con la verdad de la propia
obra que solo procura el conjunto (ya sea al fin breve o numeroso) de todos los
textos singulares. El autor ha dispuesto sus poemas en hasta diez llamados
bloques y un “Epílogo”, bloques que se adjetivan del modo que descubrirá o ya
ha descubierto el lector, expediente que introduce ya una representación de la
propia obra, una manera consciente de ofrecerla que desde el mismo comienzo
invita a una interpretación que se hará bien en considerar.
¿Y de qué herramientas disponemos para el diagnóstico que nos hemos
propuesto llevar a cabo? El material empírico diríamos (bien sabe el lector que
ese “material empírico”, los poemas que nos aguardan son la razón de todos
estos rodeos) se halla justo tras estas páginas de introducción, al alcance del
lector, pero nuestro soporte teórico hemos también de declararlo, por así decir
y afinarlo para la tarea. Pongámonos a ello.
La poesía se ha solido acompañar de otro término para definirla y
valorarla, y no pocas veces ha sido este otro término el de vida. Poesía y
vida. Así, en bloque. La poesía era bien la obra de un autor, o algo vago y
etéreo del que curiosamente algunos privilegiados presumían de conocer la
inextricada intensión y la vasta extensión (“esto ya no es poesía”, que afeaba José
Emilio Pacheco a quienes tal cosa sentenciaban). En cuanto al término “vida”, ésta
venía a significar por antonomasia algún aspecto de la vida de los individuos,
así el sexo, las relaciones sociales, los desengaños, lo que era ocio y no
negocio… porque, a fin de cuentas, el yo no podía ser mucho más aparte del
sentimiento, una trituradora que digiere todo. Una caricatura si se quiere,
todo esto, pero lo cierto es que construcciones teóricas y críticas de mayor y
notable artificiosidad se sostenían y se sostienen sobre estos dos términos
como si estuvieran claros y fueran objetos irrompibles y elementales. La poesía
se podía reducir a la vida, o la vida a la poesía. Se podía establecer que no
había contacto posible entre una cosa y otra, o que ambas venían, al fin, a ser
lo mismo.
Notemos que buena parte de la crítica se ha nutrido de este
enfrentamiento entre esos supuestos dos dominios, inmutables y bien definidos,
pero también la concepción (a veces más ejercida que verbalizada) de los mismos
poetas se atiene a este esquema. Pues bien, no creemos que tal posición sea la
adecuada para decidir sobre todas estas cuestiones, y tampoco creemos que esta
sea la actitud del poeta y el caso de la obra que nos ocupan. Así que planteémoslo
de otro modo.
Estoy seguro de que a Julián Gómez Brea le complacerá que utilice aquí un
término caro a Gustavo Bueno, el de “prosa de la vida”. Ese término nos lleva a
Hegel y a su Estética. Para Hegel, el desenvolvimiento del espíritu, en
lo que hace a los asuntos del arte –y del poético en particular– hubo de
alcanzar un momento histórico en que la totalidad ya no era directamente
abarcable por el sujeto, tamaña empresa ésta de una apercepción total que, por
lo visto, se encontraba sin desmayo al alcance de Héctor, de Aquiles, del mero
Ajax. Así, si la épica se adecuaba a esa realidad, las nuevas experiencias se
codificarían en esa “prosa común de la vida”, que para que el lector se haga
una idea y de acuerdo con Lukács, está hecha de la materia con la que
supuestamente se hacen las novelas. La
lírica, que siempre con la lírica hay que andarse con cuidado, ofrecerá aquí
alguna dificultad. Recordará el lector que la Poética de Aristóteles
ofrece pocas pistas en cuanto a este género, y hay quien dice que no por
razones formales, sino por algo de otro orden. Parecería que la lírica es el
último y paradójico refugio de quien añora una edad de oro que no fue y en la
que la poesía épica tenía su natural asiento, pero esta tampoco sería tesis que
puedan sostenerse tranquilamente y sin importantes matices.
Vayamos concluyendo. Parece que, con esto de la prosa de la vida,
corremos el riesgo de oponerla sin más a la sublime poesía y retornar sin más
ganancia a la posición anterior. Sin embargo, una cosa salta a la vista: En la
prosa de la vida cabe todo, tan compleja y vasta como puede llegar a ser, y es
a la postre una imagen certera de la pluralidad de lo que hay. No se olvida de
nada.
Sospechamos que Julián Gómez Brea pertenece a la estirpe de los poetas
que se toma su tarea como la de quien sabe que ha de enfrentarse sin exclusión a
los diferentes modos y contenidos de la experiencia, tan plurales incluso para
cada uno de nosotros en su trayecto vital. Mantenemos también que lo hace sin
oponer esta selvática prosa de la vida a un reino sublime, del que algunos pretenden
poseer un inverosímil acceso privilegiado. La poesía será así parte de esa
prosa, no la localidad discreta de un privilegiado teatro desde donde asistimos
a un espectáculo pavoroso. Ya saben ustedes, con poca o ninguna alegría, amor o
paz, sin certidumbre alguna, sin paz y sin alivio, que decía algún otro. Más
bien diremos que el mundo es un
escenario donde el poeta es actor, y ha de serlo si no quiere incurrir en una
mística más bien despreciable. O de otra manera, el mapa de este mundo es el
único mapa que recoge también lo bello y lo sublime
Llegados aquí nos permitirá el lector atrevernos a apuntar que haber
optado por una recopilación, extensa e incluso desigual, vendría a corroborar
la calidad de esa aventura poética –su ejercicio de una poesía que reconoce que
está en el mundo y que atiende a su variedad siempre inaudita–, ese viaje que
Julián Gómez Brea emprendió hace ya unos cuantos años y que ahora, por fin, ha
dado a la luz de las imprentas y sometido al juicio del ya impaciente lector de
sus poemas.
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