Teoría de Luis
(Para la presentación meridiana del libro Cauces del Engaño (2022) de Luis Martínez de Mingo)
Engaño: engañar: ingannare: in gannire
gannire cum sit proprie canum, Varro asinos rudere, canes gannire, pullos pipare dixit
De compendiosa doctrina
Quid ille gannit? Quid vult?
Adelphi
El recuerdo o apremio al que
aludía consistió en el envío del cartel anunciador por medio de un fulgurante whatsapp. Entre otras cosas repuse, y
era verdadero, que:
Ayer estuve leyendo el Cauces primero y me agarró como nunca.
Sin tardanza, replicó Luis:
No soy quién para decirlo,
obvio, pero soy bastante buen poeta. La familla (sic) se la ha llevado
el cuentista de Hamelin.
Ahora bien, este comentario del
autor sobre sí mismo, realizado con una cercanía amical que acabo de
traicionar, comentario al que no le falta razón (me apresuro a conceder), nos
lleva directamente al busilis de lo que yo quiero explicar hoy aquí, hoy que no
en aquellos lejanos días de 1978 de los que, por otro lado, no podremos
prescindir. De hecho, recordaré de pasada que el libro -el primero- se presentó
por aquel entonces en el extinto Colegio Universitario de Logroño, en su sede
de Obispo Bustamante 3, ceremonia literaria que se anunció con la antelación
debida por medio de unos avisos en formato octavilla y colocación apaisada que,
en hábil rotulación manufacturada por quien se encargaba allí de estas cosas,
se hacía referencia a nuestro hombre con
un escueto y semánticamente extenso “Luis Martínez”, expediente que podía
causar en el lector ocasional del afiche algún interrogante, que sin duda se
incrementaría notablemente si daba -lo que no era del todo improbable- la
casualidad de que este, alumno , profesor o personal auxiliar de la citada
institución, respondiera a un no infrecuente ‘Luis Martínez’.
Lo que les daré a conocer a
ustedes hoy aquí es ni más ni menos que el bosquejo de una teoría de Luis,
entiéndase la expresión en el sentido objetivo, será una teoría sobre Luis y no
una teoría construida o elaborada por Luis, algo que correspondería al sentido
propio del llamado genitivo subjetivo, y que aquí no consideraremos, sin
perjuicio de remitirles a previas publicaciones del autor en las que nuestro Luis
haya pergeñado -sobre los preceptivos axiomas- sus personales teoremas,
corolarios, lemas auxiliares y demás tropas de apoyo.
Consignemos también, antes de
seguir adelante con nuestra investigación, que el autor ha ordenado estos
cauces que presentamos hoy en cuatro partes: “En esta crestomatía se agrupan
los poemas en los cuatro únicos temas de siempre; no hay más (Borges dixit): el
tiempo, la muerte, el amor y el viaje”, podemos leer también en la contraportada
del esbelto volumen que les recomiendo adquirir. Y si vamos al arranque del
libro, allí nos encontraremos con la cita de Borges que confirma esta
aseveración: “«Cuatro son las historias. Durante el tiempo que nos queda
seguiremos narrándolas, transformadas. J.L. Borges, «Los cuatro ciclos», El
oro de los tigres.” No creemos que la opción por la voz ‘crestomatía’
suponga un especial énfasis didáctico; no nos detendremos en el cambio operado
frente a la ciudad sitiada, el regreso, la busca y el Dios al que matan de los
ciclos borgianos. Apenas un íntimo júbilo numérico nos llevará a registrar que quince
poemas ocupan el primer ciclo, el del tiempo; veinte el segundo, el de la
muerte; diecisiete, el tercero, que será el del amor; y diez, el cuarto o del
viaje. Como dijimos, todos juntos suman sesenta y dos.
Subrayan algunos comentaristas
que todo recurso o motivo borgiano va siempre acompañado y perseguido por la
sombra de otro. Me refiero al insistente laberinto de la mismidad y la
simultánea, o casi, otredad, eso que se condensa en la fórmula famosa de “El
otro, el mismo”, palabras que conforman el título de otro libro famoso, de 1964.
El oro de los tigres, anotemos, es de 1972.
Llamo la atención sobre la
circunstancia de que fue el mismo Luis quien en su citado whatsapp se
desdobló en otro que, como todo otro que se precie, era también él mismo y el
mismo. Tal fórmula conforma un enigma al que dudaremos en calificar de basto
con b de baroco o de bocardo y que nos sumerge en las turbias
aguas de la identidad, noción tan poderosa como engañosa. Y señalemos de paso,
que los perros de los títulos de obras bien conocidas e Luis se asoman aquí en
este 2022 como se asomaron en aquel 1979 con ese “engaño”, voz que nos remite a
sonido animalesco en su insospechable etimología.
No poco habría de decirse sobre
este asunto de la identidad, que tantos disgustos nos da en algunos de sus más
bastardeados- también con b de batracio- análogos. Aquí echaremos mano, sit
vobis rhetor brevis, de tan solo la distinción entre identidad sustancial e
identidad esencial. Será aquella la que parte y recae en un mismo sujeto, sin menoscabo
de los términos por los que vagabundee en su propio despliegue y establecimiento.
Digamos lo que digamos, esto que decimos se refiere a un sujeto. La presencia de
este se desenvolverá en, pongamos por ilustración, su huella dactilar y su
pisada, y esos contactos nos hablarán de esa identidad sustancial.
Pero cuando lo mismo puede ser
dicho de varios sujetos, cuando no valga regatearlos a ninguno de estos los
atributos que merecen los demás, nos las estaremos viendo con la identidad
esencial: De dos sujetos cabe predicar lo mismo. Y si no fuera `por la materia
y la cantidad que los distinguen tendríamos, Houston, un problema. Diremos que
la afortunada fórmula de Borges, la de 1964, pero no sólo de entonces, hace
referencia en la mayoría de los contextos más a la identidad sustancial que a
la esencial.
Pues bien, ¿el Luis de 1978 es o
no es el de 2022? Advierto que no valen respuestas fáciles del tipo “sí, pero
no” o “no, pero sí”; ni siquiera vale contestar que “sí” o que “no”. Ni tampoco
“¿de qué Luis me habla usted esta mañana?
¿El Cauces primerizo es el
mismo que el segundo? ¿Cómo se las arreglan, cómo se las componen el poeta y el
cuentista?
La respuesta que propongo y que
estoy más o menos dispuesto a defender es que esas preguntas deben hacerse a cierta
escala, una que abarque muchos tiempos y muchos lugares, los que recorrió el
Ulises de su ciclo correspondiente, muchos más de los que resistió la ciudad
sitiada del suyo, que todos los que se buscan y que todas las mortalidades
sobrevenidas.
Veamos cómo se articula todo
esto. Si hablamos de poemas, ¿qué cabría decir acerca de un poema que se repite
en cien o mil inscripciones? La identidad allí, que nos recordaría a la
identidad esencial de las monedas, sería esencial entre una inscripción y otra,
pero ¿qué sería entonces la pálida invariancia que llamamos poema, al que no
identificaríamos con ninguna de sus inscripciones, como de hecho no
identificamos sin más una tela famosa con la tela material fruto de los
afanosos pinceles que separaron materia y mano del pintor? Nos parece que ese
poema tan raro que no es una inscripción vive en el mismo reino que el teorema
de Pitágoras, sírvanos al caso.
Y si comparamos el “Sepulta la
Naturaleza /bajo el aglomerado trajín / quedaba la vasta extensión de despojos
/ de una jauría milenaria: / Gran páramo de latas, vísceras monedas” que abre
el Cauces de 1978 y el de 2022, ¿qué hallaremos? ¿El mismo poema, otro
sujeto también a la menardiana suerte del Quijote?
Y si alteramos un poema palabra a
palabra y lo recomponemos, incluso sobrepasando la aporía del navío famoso,
¿tendremos el mismo o tendremos otro? Habremos de decir que, llevadas las cosas
a estos extremos, las mismas distinciones establecidas se borran o se
transforman. Imaginemos un copista que desprecia una lectura, que sin embargo conserva
al margen y que una dinastía de copistas a lo largo de los siglos prosigue
implacable para no solo llegar al mismo poema sin una palabra igual a las que
un pálido amanecer leyó el primer amanuense de la saga y llegamos a un margen
en que se reproduce otro poema idéntico al original que solo conoce ya Dios o
ni eso. Recuerde el espectador dormido aquello de Juan Valera acerca del Dios de
los filósofos de que “ni María Santísima, con ser su madre, lo reconocería”. Dejémoslo
y contentémonos con alteraciones, fraudes e historias menos revolucionarias.
Ahora, y borrando todas estas
dificultades de un golpe, podríamos concluir que la identidad sustancial del
poema es inseparable de toda su historia, de todo su ciclo, hasta su última
revisión menor y hasta su último lector, prestos ya a evaporarse los agujeros
negros.
Y es a esta escala, precisamente
donde podemos hablar de la identidad sustancial de un poema, e incluso de la de
un libro, incluso de la de un libro que, como éste, se ha desdoblado. Así, un y
otro Cauces no guardan entre sí ninguna identidad esencial, pero
extrañamente esta extraña y ordenada pareja cubre un arco que les hace ser uno
solo y que da sentido al del siglo pasado y al de este milenio que hoy nos
convoca, los agujeros negros más o menos todavía en su sitio.
Digamos también que es la
historia la que construye a cada uno de los sujetos de los que luego hablamos,
que los construye o los reconstruye, los iguala y los desiguala, los distingue
como dos o lo precisa como uno.
Y el autor. ¿Qué ha de ser un
individuo de la especie Homo sapiens sino todos sus aqueles? -digamos en
erístico octonario. Aqueles que no reproducirán cada uno el todo que conforman,
pero que no pueden ser excluidos de ese mismo todo, ninguno de ellos. Por
decirlo así, los poemas del poeta son lo que son por los cuentos del cuentista
y viceversa. Y fueron una cosa en el 1978, nunca anacrónicos (fieles siempre a
su trayectoria, completaríamos el chiste), y han crecido hasta ser otra que no
deja de ser aquélla, como crecen también los bosques, las pelusas de los chopos
y los teoremas. Y, por tanto, como son otra, solo pueden seguir siendo la misma.
El poeta o el escritor, como
cualquier hijo de vecino, no es sino y nada menos que un trayecto, de cuyo
comienzo, de cuyo final, de cuyas estaciones intermedias se ha de decir tanto
que a veces no merece la pena. Dejémoslo pues.
Finalmente, observarán ustedes
que todo esto es muy genérico, que esta no es una teoría de Luis más que por los
ejemplos. Tienen toda la razón, pero esta teoría, que aquí hoy ha encontrado un
apeadero amable y cálido, ha de proseguir su viaje y quizá la hayan de
acompañar ustedes durante parte de su recorrido. Ahí tienen la obra de este
hombre. Léanla y estarán escribiendo Cauces del engaño, cauces que nunca
se detienen, y por el que viajan caudales inauditos, siempre los mismos,
siempre otros, un recorrido que les recomiendo encarecidamente. Fin.
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