Teoría de Luis

 (Para la presentación meridiana del libro Cauces del Engaño (2022) de Luis Martínez de Mingo)




Engaño: engañar: ingannare: in gannire

gannire cum sit proprie canum, Varro asinos rudere, canes gannire, pullos pipare dixit

De compendiosa doctrina

Quid ille gannit? Quid vult?

Adelphi


 Buenas tardes. El pasado día 24 de mayo de este año de 2022, Luis Martínez, nuestro autor de hoy, me recordó -abajo digo cómo- que hoy mismo (día vigésimo octavo del mes) debía presentarle su Cauces del Engaño, libro que recopila muchos de sus poemas, recién aparecido, y que comparte título con el primer libro del autor, publicado por Víctor Pozanco en 1978. 25 poemas, si contamos bien, había en este, ya anciano. En aquel y reciente, hay 62. Se dice en la contraportada del mayor que del menor y primordial “sólo se rescatan ahora dos poemas”, tres según nuestras cuentas; será porque no hay dos sin tres).

El recuerdo o apremio al que aludía consistió en el envío del cartel anunciador por medio de un fulgurante whatsapp. Entre otras cosas repuse, y era verdadero, que:

Ayer estuve leyendo el Cauces primero y me agarró como nunca.

Sin tardanza, replicó Luis:

No soy quién para decirlo, obvio, pero soy bastante buen poeta. La familla (sic) se la ha llevado el cuentista de Hamelin.

Ahora bien, este comentario del autor sobre sí mismo, realizado con una cercanía amical que acabo de traicionar, comentario al que no le falta razón (me apresuro a conceder), nos lleva directamente al busilis de lo que yo quiero explicar hoy aquí, hoy que no en aquellos lejanos días de 1978 de los que, por otro lado, no podremos prescindir. De hecho, recordaré de pasada que el libro -el primero- se presentó por aquel entonces en el extinto Colegio Universitario de Logroño, en su sede de Obispo Bustamante 3, ceremonia literaria que se anunció con la antelación debida por medio de unos avisos en formato octavilla y colocación apaisada que, en hábil rotulación manufacturada por quien se encargaba allí de estas cosas, se hacía referencia a  nuestro hombre con un escueto y semánticamente extenso “Luis Martínez”, expediente que podía causar en el lector ocasional del afiche algún interrogante, que sin duda se incrementaría notablemente si daba -lo que no era del todo improbable- la casualidad de que este, alumno , profesor o personal auxiliar de la citada institución, respondiera a un no infrecuente ‘Luis Martínez’.

Lo que les daré a conocer a ustedes hoy aquí es ni más ni menos que el bosquejo de una teoría de Luis, entiéndase la expresión en el sentido objetivo, será una teoría sobre Luis y no una teoría construida o elaborada por Luis, algo que correspondería al sentido propio del llamado genitivo subjetivo, y que aquí no consideraremos, sin perjuicio de remitirles a previas publicaciones del autor en las que nuestro Luis haya pergeñado -sobre los preceptivos axiomas- sus personales teoremas, corolarios, lemas auxiliares y demás tropas de apoyo.

Consignemos también, antes de seguir adelante con nuestra investigación, que el autor ha ordenado estos cauces que presentamos hoy en cuatro partes: “En esta crestomatía se agrupan los poemas en los cuatro únicos temas de siempre; no hay más (Borges dixit): el tiempo, la muerte, el amor y el viaje”, podemos leer también en la contraportada del esbelto volumen que les recomiendo adquirir. Y si vamos al arranque del libro, allí nos encontraremos con la cita de Borges que confirma esta aseveración: “«Cuatro son las historias. Durante el tiempo que nos queda seguiremos narrándolas, transformadas. J.L. Borges, «Los cuatro ciclos», El oro de los tigres.” No creemos que la opción por la voz ‘crestomatía’ suponga un especial énfasis didáctico; no nos detendremos en el cambio operado frente a la ciudad sitiada, el regreso, la busca y el Dios al que matan de los ciclos borgianos. Apenas un íntimo júbilo numérico nos llevará a registrar que quince poemas ocupan el primer ciclo, el del tiempo; veinte el segundo, el de la muerte; diecisiete, el tercero, que será el del amor; y diez, el cuarto o del viaje. Como dijimos, todos juntos suman sesenta y dos.




Subrayan algunos comentaristas que todo recurso o motivo borgiano va siempre acompañado y perseguido por la sombra de otro. Me refiero al insistente laberinto de la mismidad y la simultánea, o casi, otredad, eso que se condensa en la fórmula famosa de “El otro, el mismo”, palabras que conforman el título de otro libro famoso, de 1964. El oro de los tigres, anotemos, es de 1972.

Llamo la atención sobre la circunstancia de que fue el mismo Luis quien en su citado whatsapp se desdobló en otro que, como todo otro que se precie, era también él mismo y el mismo. Tal fórmula conforma un enigma al que dudaremos en calificar de basto con b de baroco o de bocardo y que nos sumerge en las turbias aguas de la identidad, noción tan poderosa como engañosa. Y señalemos de paso, que los perros de los títulos de obras bien conocidas e Luis se asoman aquí en este 2022 como se asomaron en aquel 1979 con ese “engaño”, voz que nos remite a sonido animalesco en su insospechable etimología.

No poco habría de decirse sobre este asunto de la identidad, que tantos disgustos nos da en algunos de sus más bastardeados- también con b de batracio- análogos. Aquí echaremos mano, sit vobis rhetor brevis, de tan solo la distinción entre identidad sustancial e identidad esencial. Será aquella la que parte y recae en un mismo sujeto, sin menoscabo de los términos por los que vagabundee en su propio despliegue y establecimiento. Digamos lo que digamos, esto que decimos se refiere a un sujeto. La presencia de este se desenvolverá en, pongamos por ilustración, su huella dactilar y su pisada, y esos contactos nos hablarán de esa identidad sustancial.




Pero cuando lo mismo puede ser dicho de varios sujetos, cuando no valga regatearlos a ninguno de estos los atributos que merecen los demás, nos las estaremos viendo con la identidad esencial: De dos sujetos cabe predicar lo mismo. Y si no fuera `por la materia y la cantidad que los distinguen tendríamos, Houston, un problema. Diremos que la afortunada fórmula de Borges, la de 1964, pero no sólo de entonces, hace referencia en la mayoría de los contextos más a la identidad sustancial que a la esencial.

Pues bien, ¿el Luis de 1978 es o no es el de 2022? Advierto que no valen respuestas fáciles del tipo “sí, pero no” o “no, pero sí”; ni siquiera vale contestar que “sí” o que “no”. Ni tampoco “¿de qué Luis me habla usted esta mañana?

¿El Cauces primerizo es el mismo que el segundo? ¿Cómo se las arreglan, cómo se las componen el poeta y el cuentista?

La respuesta que propongo y que estoy más o menos dispuesto a defender es que esas preguntas deben hacerse a cierta escala, una que abarque muchos tiempos y muchos lugares, los que recorrió el Ulises de su ciclo correspondiente, muchos más de los que resistió la ciudad sitiada del suyo, que todos los que se buscan y que todas las mortalidades sobrevenidas.

Veamos cómo se articula todo esto. Si hablamos de poemas, ¿qué cabría decir acerca de un poema que se repite en cien o mil inscripciones? La identidad allí, que nos recordaría a la identidad esencial de las monedas, sería esencial entre una inscripción y otra, pero ¿qué sería entonces la pálida invariancia que llamamos poema, al que no identificaríamos con ninguna de sus inscripciones, como de hecho no identificamos sin más una tela famosa con la tela material fruto de los afanosos pinceles que separaron materia y mano del pintor? Nos parece que ese poema tan raro que no es una inscripción vive en el mismo reino que el teorema de Pitágoras, sírvanos al caso.

Y si comparamos el “Sepulta la Naturaleza /bajo el aglomerado trajín / quedaba la vasta extensión de despojos / de una jauría milenaria: / Gran páramo de latas, vísceras monedas” que abre el Cauces de 1978 y el de 2022, ¿qué hallaremos? ¿El mismo poema, otro sujeto también a la menardiana suerte del Quijote?

Y si alteramos un poema palabra a palabra y lo recomponemos, incluso sobrepasando la aporía del navío famoso, ¿tendremos el mismo o tendremos otro? Habremos de decir que, llevadas las cosas a estos extremos, las mismas distinciones establecidas se borran o se transforman. Imaginemos un copista que desprecia una lectura, que sin embargo conserva al margen y que una dinastía de copistas a lo largo de los siglos prosigue implacable para no solo llegar al mismo poema sin una palabra igual a las que un pálido amanecer leyó el primer amanuense de la saga y llegamos a un margen en que se reproduce otro poema idéntico al original que solo conoce ya Dios o ni eso. Recuerde el espectador dormido aquello de Juan Valera acerca del Dios de los filósofos de que “ni María Santísima, con ser su madre, lo reconocería”. Dejémoslo y contentémonos con alteraciones, fraudes e historias menos revolucionarias.

Ahora, y borrando todas estas dificultades de un golpe, podríamos concluir que la identidad sustancial del poema es inseparable de toda su historia, de todo su ciclo, hasta su última revisión menor y hasta su último lector, prestos ya a evaporarse los agujeros negros.

Y es a esta escala, precisamente donde podemos hablar de la identidad sustancial de un poema, e incluso de la de un libro, incluso de la de un libro que, como éste, se ha desdoblado. Así, un y otro Cauces no guardan entre sí ninguna identidad esencial, pero extrañamente esta extraña y ordenada pareja cubre un arco que les hace ser uno solo y que da sentido al del siglo pasado y al de este milenio que hoy nos convoca, los agujeros negros más o menos todavía en su sitio.

Digamos también que es la historia la que construye a cada uno de los sujetos de los que luego hablamos, que los construye o los reconstruye, los iguala y los desiguala, los distingue como dos o lo precisa como uno.

Y el autor. ¿Qué ha de ser un individuo de la especie Homo sapiens sino todos sus aqueles? -digamos en erístico octonario. Aqueles que no reproducirán cada uno el todo que conforman, pero que no pueden ser excluidos de ese mismo todo, ninguno de ellos. Por decirlo así, los poemas del poeta son lo que son por los cuentos del cuentista y viceversa. Y fueron una cosa en el 1978, nunca anacrónicos (fieles siempre a su trayectoria, completaríamos el chiste), y han crecido hasta ser otra que no deja de ser aquélla, como crecen también los bosques, las pelusas de los chopos y los teoremas. Y, por tanto, como son otra, solo pueden seguir siendo la misma.

El poeta o el escritor, como cualquier hijo de vecino, no es sino y nada menos que un trayecto, de cuyo comienzo, de cuyo final, de cuyas estaciones intermedias se ha de decir tanto que a veces no merece la pena. Dejémoslo pues.




Finalmente, observarán ustedes que todo esto es muy genérico, que esta no es una teoría de Luis más que por los ejemplos. Tienen toda la razón, pero esta teoría, que aquí hoy ha encontrado un apeadero amable y cálido, ha de proseguir su viaje y quizá la hayan de acompañar ustedes durante parte de su recorrido. Ahí tienen la obra de este hombre. Léanla y estarán escribiendo Cauces del engaño, cauces que nunca se detienen, y por el que viajan caudales inauditos, siempre los mismos, siempre otros, un recorrido que les recomiendo encarecidamente. Fin.

 

 

 


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