Una reseña
Yo, que fui. Un comentario
platonizante
Luis Martínez de Mingo
Ni sombra de lo que fui
Madrid: Eirene Editorial, 2013.
Muchas cosas resuenan en el
título de este libro, de sus seis palabras que pertenecen a una combinatoria
profundamente asentada en el idioma. Es hábil, por tanto, el título; pone en
funcionamiento alguna maquinaria que lleva al lector incluso a imaginar (que imaginar y maquinaria se parezcan tanto fonéticamente debe ser señal de alguna
verdad profunda tan inane como poliorcética) referencias de Góngora a México y
tiro porque me ockham, a evocar parlamentos prestigiosos, ingeniosas paráfrasis
y, al cabo, una melancolía irónica y autosuficiente.
Yo prefiero
quedarme con el pretérito perfecto simple (fui) y con los tiempos verbales que
concita: el presente aquél de cuando éramos ciclistas con todo el verbo ser a
nuestras espaldas, y este presente en que ni a sombra llego, llorona.
Sin embargo, lo
cierto es que estamos ante un volumen que supone, entre otras cosas, un retorno
a los comienzos literarios, pues el autor ha seguido uno de los curricula habituales: poeta en la
juventud, la primera y la que no lo es tanto, narrador sólido durante los años
de madurez (que ahí están y siguen), y de vuelta a la poesía, si no abandonada,
siempre secreta –por decirlo en un endecasílabo de los que abundan en la
primera de las tres partes del Ni sombra,
valga la familiaridad y el título hipocorístico.
Y ¿qué hace
nuestro Luis para enhebrar este regreso a la poesía pública o al menos
publicada? Comprobamos en el libro tres partes bien separadas y de distinto
calado: una primera que consiste en 13 sonetos de endecasílabos felices a veces
y otras sombra del arquetipo –que haberlo, lo habrá– del poeta Luis Martínez,
el del comienzo del círculo, valga el oxímoron compasivo. Una tercera, nos
señalan fuentes generalmente bien informadas (una expresión antes mucho más
frecuente y a la que volvemos como vuelve a lo suyo el poeta), de origen un
tanto diplomático, que nos habla del Tao, que es algo así como decir que en Los paraguas de Cherburgo se canta. Y
una segunda, una segunda … valiente, un tercio de varas (que hace tiempo que
andábamos un tanto desmayados de tópicos), que acaban todas en los lomos del
poeta, pues eso es el arte y truco de la poesía que hacen los poetas que hacen striptease.
La vocación de
todo círculo vital es la mal llamada espiral, la helicoide progresiva, quizá y,
pongámonos sobre dos ruedas para un paseo, la clotoide caminera o curva de
Cornu en un papel doblado: volvemos se supone que mejorados. Al fin de la
etapa, es ésa la peor de las ilusiones que nos hacemos. Lo cierto es que quizá
nunca nos hayamos alejado del punto de partida, que ahí sigamos como aferrados
al recuerdo del moribundo.
Tenemos entonces
que la poesía de Martínez de Mingo quiere haber ascendido y al mismo tiempo no
se ha movido nunca. En fin, permítasenos reunir los hilos que hemos lanzado y
acojámonos para ello a la sombra del señor Platón, lo que no sé si nos dejará
reunir en uno los hilos, seleccionar el más importante o enmarañarlo todo del
todo y de una vez para siempre.
Para el
filósofo, el poeta ha sufrido un rapto divino, locura con el solo método
imposible de los dioses (para los que cualquier cosa es método, así ya se
puede, y método es la palabra más humana, porque les suele faltar a los
mortales). ¿Cómo hablar entonces del arquetipo de este Luis, de las palabras
que son más que sombra de las palabras de los libros de hace más de treinta si
no cuarenta años? ¿Cómo decir que es el mismo si la locura es genérica a todo
el género de los poetas?
De otro modo
expuesto, estas los fans dirán que luminosas sombras de Ni sombra nos permiten reconocer a aquel Luis, que se comía el
mundo y algunas bibliotecas, pero ¿cómo es tal cosa posible si sostenemos que
la locura sin método es la causa eficiente de la poesía?
Sólo nos queda
apuntarnos a un indicio que nos facilita la obra narrativa de Luis Martínez.
Allí el lector encontrará lo que encuentra en los poemas, la fuerza
desembridada, noble y bruta, de las palabras; encontrará incluso un cultivo y
una poda de naturaleza salvaje (o como en Ni
sombra una ruina recién construida y aún sin cédula de inhabitabilidad, sic). No habría distancia entre el
raptado poeta platónico, el rapsoda en modo frigio, barretino y aflamencado, y
el aristótelico narrador que ladra a Fiodor Mijailovich. ¿Y cómo es tal cosa
posible abriéndose camino bajo el bovedamen de la Escuela de Atenas? ¿oyes, Rafa?
Para que haya
sombra necesitamos luz y ¿de qué fuego tenemos esa luz? No habría otro en el
supermercado que la propia poesía que alumbra y calienta, o que de pura
incandescencia nos hiela, pero en esa luz danzan sus propias manchas solares y sus
pareidolias, una fata morgana que se viste de soneto, que se desnuda en
heridas que se abren a otras vidas y otras muertes. Y que se reviste en el
divertido Tao, que no será un Tao como el de Confucio, la verdad al decir de
los sinusitólogos, sino uno perfectamente en línea con sus hipotéticos cuñados
indoeuropeos, el camino o la senda, que nos aparece verbi gratia en la palabra trek, y que culinariamente sublimado a lo shénshendāodāo,
y bien verán ustedes qué pasó, sería el tour, el eterno tour de todos los
veranos.
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