Echar un cuarto a espadas
Aviso sobre el virus
Vis viri viro semper virens
A. Vander
Vis viri viro semper virens
A. Vander
La praxis nos conduce alegre e
inadvertidamente al engañoso terreno de los contrafácticos, de las hermosas
condicionales sin remedio: Qué habría pasado, o cómo estaríamos ahora si tal
cosa la hubiéramos hecho de tal o tal otra manera.
En general, puede apreciarse que
el buen jugador en este terreno de lo que, sin haber sido, nos parece que
habría podido ser, es capaz de desbordar el marco de juego (un marco que se
impone sin saber cómo y que, por algún tiempo, se acepta indiscutidamente como
el adecuado) y dar la vuelta a una resultante que hasta ese momento aparecía
como el paradigma cristalino de la necesidad más insoslayable.
Los jugadores, que mucho han de
tener en común para jugar y que por así bien podrían ser denominados cognati,
pueden también cambiar de condicional y acercarse a aquellos contextos que
tienen remedio, los que se sitúan en un presente aún moldeable, o así se
antoja. No se le ocultará al lector que el juego es infinito, como infinitos
parecen los recursos del buen polemista.
Aquí, nuestro pasatiempo
intersecta con un locus ubicuo (tenía ganas de decir, sin que se note,
algo tan raro como un lugar que está en todas partes): el de una potencia superior
que nos domina, pero que aun así podemos burlar, difiriendo una derrota de la
que no podemos escapar. Este locus se desarrollará según se intente
resolver o cancelar una contradicción muy clara: nuestro enemigo es más
poderoso que nosotros, pero nosotros somos más poderosos que nuestro enemigo.
No debe pensarse, sin embargo,
que no hay trampa en tal contradicción. Si se neutraliza es porque somos
capaces de diferir la amenaza in aeternum (un buen recurso para el
inacabable narrativo, tan caro a Netflix y al deporte profesional), o porque
cambiamos de marco para la comparación: Jacob engaña a su hermano y a su padre;
podemos imaginar qué no dirá David de las reglas del Marqués de Queensberry. We
get the rules straightened y patada en el locus generationis, que
diría un best-seller castizo, esto es, que ha encontrado un filón.
En cualquier caso, el juego en
sus muchas variantes ofrece posibilidades multiplicadas en tiempos de zozobra:
podemos saber más que los que saben, pero nuestra superioridad será siempre
provisional, nunca se actualizará en una victoria definitiva y contundente.
Seremos, como quienes gobiernan el orbe en secreto, sabios clandestinos que se
asoman a Facebook y retan audaces a sus algoritmos. La felicidad política:
Todos jugamos o podemos jugar al juego de la propia superioridad indemostrable,
comunicada secretamente a un interlocutor siempre halagado por el hecho de
habérsele hecho partícipe de una revelación, que apunta maneras de una
reciprocidad indiscutible: cognatus vs. cognatus.
Sin embargo, estas
consideraciones que diríamos propias de una sociología costumbrista, si esto no
pareciera un desatinado pleonasmo, apuntan a otro objetivo: el estatuto
organizado de los saberes teóricos y prácticos, así dicho con toda la pompa que
hace al caso, y las ilusiones que nos hacemos acerca de ese estatuto.
Hemos conocido tiempos más
tranquilos en que algunos pueden acogerse a la ilusión de que los saberes se
organizan armónicamente, y esa organización constituye una suerte de recetario
o guía que nos indica a quién o adónde acudir para resolver nuestras cuitas y
nuestros malestares, individuales o colectivos, ligeros o pesarosos. Notemos,
no obstante, que la pretensión de saber consultar el recetario ya supone
conocer de antemano la respuesta. Nos queda sólo un casi ceremonial
“¡Calculemos!” y todo se ensamblará en armónica convivencia y óptimo resultado.
Hay tiempos también en que no
disponemos de tal recurso, y esto no por la inexistencia de un cálculo, de un
procedimiento reglado de resolución de nuestros asuntos. Más bien, lo que
comprobaremos con sólo salir a la plaza pública es que abundarán los mecanismos
y los cálculos incompatibles y contradictorios entre sí, sin que recetario
alguno nos guíe en la selva intransitable en que nos vemos rodeados. Este
conflicto entre profesiones, entre especialistas, entre facultades, es con todo
un auxilio intelectual importante. Al menos, nos hará sospechar que tampoco en
los tiempos tranquilos y luminosos era segura la jerarquía de los saberes y
menos cualquier vindicación de que esta era un mapa infalible de la realidad.
Por otro lado, el cognatismus
(y el lector habrá sabido ir perdonándonos esta constelación de términos
cognados en un uso peculiar) propenderá a un pirronismo ecualizador que se
aplicará a todas las escalas, cuando las cosas se vayan complicando, pero
también sabrá saltar de pronto a un dogma particular que salva las apariencias
del mundo y sus habitantes. Y no serán pocos los expertos, en su propia liga de
busto parlante con subtítulo, que ampliarán el dominio al que su dogma alcanza,
en su propia y especializada variante de cognatismo de científico, de físico o
microbiólogo, de economista, o de cenizo.
De uno u otro cognatismo
participamos todos, como en la sinécdoque y en la secta borgiana, aunque
consolémonos con el lugar común de que en todo hay grados. Lo cierto es que si
algo más que la mera suerte contribuye a un hipotético arreglo o solución,
deberemos saber que tal cosa no se encuentra en nuestro diccionario de
fórmulas, que la realidad es siempre tan amable como para recordarnos que hay
más cosas en el cielo y en el suelo de lo que registran, lo diré como el
colegial que soy, nuestras ontologías especiales.
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