Paroline

Comete Francis Quintana la imprudencia de solicitarme un libro para su nuevo prólogo ¿O era al revés?



Meditación vespertina para Francis Quintana

Un hombre –algunos sostienen que lleva un libro o unos folios en la mano– recorre las calles, quizá una vez y otra, como en un pasado que se pega como arena húmeda. También hay quien defiende que ese mismo hombre pondera rincones y establecimientos públicos con sus correlatos de una época anterior, la de la arena y el agua. Quizá esas calles las ha recorrido durante años en pos de un secreto o una inesperada clave. No descarta que a la vuelta de una esquina ese hombre se encuentre consigo mismo: está ahí, tan reconocible, años atrás (todo hombre es hijo de un niño, y éste es el padre de aquel hombre) y recorre las mismas calles, ahora solares y desiertas, sin agua y sin arena. Adelanta su tesis: que recorrer calles es simplemente otra manera de construir a un hombre, de prepararle para su futura memoria.
Un hombre fabula que recorre calles incansable. Conocedor de su laberinto trivial y terrible, aspira no obstante a arrancarle un último secreto. Aunque ha leído, evita incurrir en la tentación de adjetivar como Borges y sigue su camino. Quiero decir: no se distrae, como lo hacen las palabras anteriores, en un vago prestigio de literaturas y señales para boy scouts.
El autor de las páginas que siguen ha recorrido calles y lecturas y folios en blanco. Aquí nos ofrece su laberinto y su mapa autorizado. Lo cierto es que al final uno y otro se identifican en una imposible lógica, pero para ello hubo de recorrer infatigable el camino que dibujaron los años juveniles y las perplejidades de los años que siguieron. Y, en fin, cuando se trata de dar noticia de estos poemas, de este Papel Pinocho tan verdadero, confesaré que me muevo entre analogías que son mapas errados y mensajes cifrados que no son el tesoro.
Habría dicho que el libro se me aparece como un reencuentro con la poesía y el poeta, sin que el deambular haya sido ni oblicuo ni temeroso, se me aparece como una construcción nueva donde descubrimos de cuando en cuando antiguos materiales y recursos acreditados, se me descubre como una colección de nuevos monolitos en la explanada por donde purgamos nuestras trivialidades y se nos recompensa con verdades. Pero sólo lo digo para que el lector de este prólogo sepa qué cosas soy capaz de no decir.
También por un momento, estos poemas de Francis Quintana se me antojaron como una anábasis inconclusa o también como el obligado regreso, ese trámite que permite la narración donde todo aparece como lo mismo y, sin embargo, transmutado para siempre. Otro error que ya no espero que el lector al que difiero me perdone.
Porque ese movimiento incesante de la poesía De Francis no es una anábasis, una incursión en tierra si no ignota, al menos ajena, una osadía que se narre necesariamente después del consolador retorno. Es un viaje emocionado hacia otra perspectiva de lo que siempre estuvo allí y que párvulos conocíamos en algunos de sus aspectos, y aun eso nos bastaba. Por eso, leer este libro es leer toda una obra y aún nos faltarán las venideras para una cabal lectura.
Proponemos pues una tesis –como hizo aquel sujeto que recorría avenidas según dejamos dicho– sobre la poesía de Francis y es, a saber, que se trata de una obra cuyas partes pasadas, presentes y venideras se iluminan unas a otras, se esperan y se reencuentran tal vez en el dédalo de las páginas impresas y en la jerarquía de los libros apilados.
Por su obra nos movemos en la paradoja de que la inevitable divergencia nos conduce a un lugar insólito, pero ya hollado. Cada uno de sus poemas es casi todos sus poemas.


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