De nobis fabula narratur
A propósito de la petición epistolar
de Andrés Manuel López Obrador, Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, al
Rey de España para que éste (o el Gobierno español o la nación y el estado con
toda la ilustre comitiva que haya de acompañarles) pida perdón por los abusos o
crímenes de los conquistadores, se ha señalado que los actores de los hechos o supuestos hechos denunciados serían
precisamente los ancestros de los criollos y de la ahora, hablando en términos tan
generales cómo cómodos e inadecuados, clase dominante en México, comentario que
se expresa, sin perjuicio de lo ajustado de la observación, a la escala de los
individuos. Lo importante, no obstante, es plantear el asunto a la escala de
los estados, en este caso, y de momento, los Estados Unidos Mexicanos y el
Reino de España.
Sucede que una escala que no
sea ésta de los estados es proclive a facilitar la incursión en terrenos
psicológicos, siempre movedizos aunque en ocasiones reveladores. Piénsese en El laberinto de la soledad, donde Octavio
Paz llega a decir:
La minoría de mexicanos que poseen conciencia de sí no constituye una
clase inmóvil o cerrada. No solamente es la única activa —frente a la inercia
indoespañola del resto— sino que cada día modela más el país a su imagen.
Afirmación que parece una
variante sutil de la falacia del buen escocés. En la formulación paciana, tendríamos que no
todos los mexicanos son mexicanos y que además muy pocos lo saben, donde aquello en
lo que consista ser mexicano procederá naturalmente del capricho literario del Premio
Nobel de 1990.
Pero vamos al asunto que nos
ocupa. El asunto se resume en que nosotros debemos solicitar el perdón y ellos otorgarlo.
O por situarnos en el plano que postulamos, España debe excusarse y México
recibirá las excusas generosamente. Pero tal cosa conlleva precisamente lo que es
al tiempo componente esencial del mito fundacional de los Estados Unidos Mexicanos
y una falsedad que no resiste el análisis.
En efecto, México no es menos
heredero o, por mejor decir, menos resultado del Virreinato de la Nueva España
que España. Más bien, al contrario. Cualquier hecho de la historia de la
conquista, de la historia de los aztecas, de los tlaxcaltecas o de los otomíes,
de los gachupines o de los pachucos es mucho más mexicano que español y esto es
así desde 1519. De otro modo, el México actual es una transformación de la sociedad
virreinal, que a su vez se conformó con aportaciones americanas y españolas,
antes y después del Grito de Dolores – ese que incluía al parecer un tan
desinformado a uno y otro lado del Atlántico “¡Viva Fernando VII!” –. Y tan
internos al México actual y a su desarrollo histórico son las instituciones
actuales y sus precedentes, como lo son los abusos o delitos que se dieron o
pudieron darse, otra vez antes y después del cura Hidalgo. Los tales, de cuyo
alcance o sentido discutirán otros, no fueron obras de agentes externos a
sueldo de otro estado a quien pedir cuentas.
La idea de que la independencia
retomó, mediante la extirpación de un cuerpo extraño, un hilo que se había
interrumpido trescientos años antes es un absurdo histórico, un imposible en la
realidad, que sin embargo parece dar lugar a buenas ficciones –que a su vez alimentan
la demagogia del halago a las supuestas víctimas–, de cuya eficacia política no
convendrá dudar. Pero esas ideas absurdas no están solas. Sostienen algunas izquierdas
españolas que efectivamente fueron allí los españoles a cometer barbaridades,
expolios y masacres entre unos “pueblos que vivían en paz”. Y si lo primero
podrá ser verdadero o falso, un accidente o un objetivo, si de la anécdota
se obtendrá la categoría, si estamos hablando de lo colateral o de lo programático, en lo que hace a lo segundo, la aseveración de la paz perpetua que se quebró
tras la llegada al que sería Nuevo Mundo, esto es cosa que se inscribe dentro del
ámbito de la estupidez recibida, lo que nos indica bien a las claras para qué quieren
los políticos la historia o su variante más tierna, la que llaman memoria. A
saber, para apuntalar los mitos oscurantistas con los que vamos tirando.
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